Había traído un polluelo
a casa y en el patio los niños jugaban con él. Al principio parecía un puñado
de algodón amarillo que sólo despertaba ternura. El polluelo piaba, los niños
reían y el perro, que también se había incorporado a los juegos, ladraba. Durante unos meses
fueron todos muy amigos. Mientras los niños estaban en el colegio el perro
cuidaba del polluelo, le seguía los pasos por el patio, a
veces le lamía con todo el cariño, y cuando los niños regresaban a
casa ellos también le acariciaban, y
así fue engordando el pollito en
medio de la dicha familiar. Con el tiempo, a este ser delicado le fue creciendo una cresta roja y muy pronto sus muslos
tomaron cierta consistencia. Se sabe perfectamente cuál es el destino cósmico
de los pollos. Aunque nadie en casa
ignoraba que ese animal sería
sacrificado en cualquier onomástica, los niños lo querían como un juguete, pero sin duda el amor del perro era
el más puro. Todos juntos habían compartido un sueño, unos nombres, unas
caricias, hasta que un día los niños volvieron del colegio y el pollo no estaba. A la hora de la
comida la criada sacó una bandeja de plata y en ella había dos muslos, la pechuga partida, los alones, toda la carne de aquel
amigo de juegos rodeada de chalotas y ciruelas. Siguiendo una costumbre de
familia, la cresta del pollo bien
frita le fue ofrecida al hijo mayor para que se criara valiente y guapo. Los
demás devoraron su ración hablando cada uno de sus cosas y nadie tuvo una
palabra de recuerdo para aquel delicado
ser que un día fue un puñado de
algodón amarillo: daban por supuesto que las leyes de la naturaleza son
inexorables. Con los restos del pollo
la criada preparó la comida del perro y éste en el patio se
revolvía esperando el plato. Cuando la criada lo depositó en el suelo el perro
se abalanzó sobre él, pero esta vez el animal saltó aullando hacia atrás apenas olfateó el alimento. Se negó a comer. Sentado junto a los restos de su amigo, comenzó a dar
largos alaridos de duelo muy
lastimero y así estuvo toda la noche.
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Un cuervo, que
había robado un queso, se lo llevó a la copa de un árbol, y viéndolo una
raposa, deseando quitárselo, comenzó a adularlo con falsas alabanzas de esta
manera: “Seguramente, hermosa ave, no hay en todos los volátiles quien sea
semejante a ti, así en la brillantez de tus plumas, como en tu disposición y
belleza. Si tan sonora es tu voz como eres de hermosa, no hay entre las aves
quien te lleve ventaja”. El cuervo desvanecido por aquella vana alabanza, y
queriendo mostrar a la raposa lo armonioso de su voz, comenzó a cantar, y
abriendo su pico dejó caer el queso, que el astuto animal pescó al instante
dejándolo burlado.
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