domingo, 9 de diciembre de 2012

Trabajo primer trimestre: Marta Victoria Peláez 3ºD.


DOS DÍAS EN TOLEDO.

Corría el siglo XIII por una España llena de guerras, mentiras y traiciones. El hambre paseaba por las casas de las gentes del pueblo llano, mientras que las enfermedades llegaban sin avisar, y se llevaban a ricos y a pobres, haciendo que miles de personas murieran  en un solo día.
Ajeno a todo esto, un joven juglar llegaba a Toledo con la caída del sol. Caminaba deprisa; de noche, aquellos caminos se volverían peligrosos. Desde la guerra de las Navas de Tolosa el número de musulmanes en la región había menguado mucho, y  los que quedaban buscaban venganza. Entró en una vieja posada y dejó su capa sobre una percha. El sitio apestaba y daba la sensación de que se vendría abajo en cualquier momento. Pese a eso, estaba a rebosar. Aquella taberna era famosa por su clandestinidad, pues aunque todo el mundo sabía que al llegar la noche la taberna se llenaba de todo tipo de traficantes y personas que solo querían llevar a cabo negocios ilegales, aún no había sido  descubierta por la justicia. El juglar buscó con la mirada a su cliente entre la multitud, y lo halló sentado en una mesa, apartado del bullicio. Se acercó y se sentó frente a él.
-Tengo el mensaje, señor. Ernesto le manda saludos.- dijo el juglar. Sacó una carta del bolsillo de su camisa y la puso sobre la mesa.
-Muchas gracias, mozo.- respondió el hombre, sonriendo a duras penas. Le dio un par de monedas y se marchó de allí sin ni siquiera abrir la carta. No parecía que ser uno de los hombres más mayores de la ciudad le hiciese muy feliz. El joven lo conocía de hace tiempo, llevaba años trayéndole aquellos saludos de Ernesto, un hombre mayor – aunque no tan viejo como él – que había sido encarcelado a una edad muy temprana por el tráfico de armas. Al parecer eran buenos amigos, y Ernesto cada mes le enviaba un mensaje pidiéndole ayuda.
El chico se quedó un rato más allí sentado, buscando a alguno de sus tantos conocidos por aquellas tierras y tratando de recordar algo con lo que poder negociar. Era un buen juglar, tenía buena memoria y su madre le había enseñado todos los secretos del laúd y la música antes de morir. Pero el dinero escaseaba en aquellos tiempos, y más para los juglares de clase baja, así que con sólo catorce años se convirtió en juglar y traficante. Su trabajo como juglar le exigía viajar de unas ciudades a otras, así que no le importaba llevar alguna que otra arma, carta u objeto ilegal si a cambio conseguía algo más de dinero.
-¡Dante, amigo, dame un abrazo muchacho! – Un hombre se acercó a la mesa del juglar, le dio un fuerte abrazo y le revolvió sus rizos castaños.
-¡Juan, cuánto tiempo! – reaccionó Dante tras haber reconocido al individuo.
-¡Cómo has crecido mozalbete! ¡Pareces todo un noble! – le felicitaba Juan alegremente. – Anda ven y siéntate a tomar una jarrica de vino con mis compañeros, que ha venido a visitarnos un zagal que dice ser el escudero del rey.
Dante siguió a Juan entre la multitud y se sentó en una silla junto con el grupo de acompañantes de su amigo.
-Mirad, locos, saludad a este buen mozo amigo mío, que es tan valiente como un guerrero y tan astuto como un cura en ayunas. – Los hombres miraron sonrientes a Dante y  dejaron escapar algunos bufidos a modo de saludo. A modo de respuesta, éste agachó la cabeza.
-Anda anda, menos habladurías Juan, que te puede la boca. ¿Qué va a saber este zagal, que tendrá menos de dieciocho años? – Le contradijo uno de los amigos.
-Diecisiete tiene, buen amigo, y mucho que sabe, que es juglar y traficante a la vez, y ningún guardia lo ha atrapado jamás.
-Me halagas, Juan, pero tampoco son tantos mis méritos.
-Ay Dante, de poco sirve la humildad en estos tiempos en los que estamos. Si el rico se rebajara, poco quedarían de sus ganancias, si el…
-Shh calla viejo, que viene el escudero del rey – le interrumpió otro de los componentes del grupo.
-Saludos, campesinos.- Un joven rubio de ojos claros, alto, delgado y de porte elegante, apenas dos años mayor que Dante, tomó asiento en la mesa junto a ellos.- Mi nombre es Antoine Delacour, y soy el nuevo escudero del rey. – hablaba con petulancia y miraba a todos los presentes por encima del hombro.
Los refinados gestos y palabras del chico , solo consiguieron levantar risas entre los presentes, aunque algunos se mostraron molestos.
-¿Cómo es posible que nuestro querido rey haya osado aceptar a un francés como escudero? – preguntó Juan.
-Yo nací aquí, al igual que mi madre, pero mi padre vino de Francia cuando niño, señor.- respondió educadamente el escudero.
-¿Y qué ha venido a hacer un escudero a un antro como este? – preguntó un hombre de cabello castaño y barba muy poblada.
-Mi maestre, el rey Santiago I, me ha prohibido visitar lugares como estos porque cree que no estoy preparado para defenderme si me ataca un pecador, pero estoy más que preparado, y si se lo muestro seré nombrado al fin caballero.
-¿Pero qué sandeces dices, zagal? No cuestiones las órdenes de nuestro rey, que es uno de los más sabios y honestos que ha tenido Toledo. – dijo un hombre que estaba sentado a la derecha de Dante.
Estuvieron charlando largo rato hasta que el joven escudero decidió pasearse por la taberna en busca de alguien con quien probar su espada. Dante, cansado, también se disponía a irse a buscar una posada menos mugrienta en la que pasar la noche cuando escuchó una conversación a sus espaldas. Un grupo de musulmanes hablaban en cuchicheos mientras miraban fijamente al escudero:
-Él podría ser la de gran ayuda, Ya-hib. – suplicó uno.
-Pero no parece muy listo, si no lo consigue y nos descubren moriremos, hermano mío. – respondió el otro.
-¡Precisamente! Le haremos creer que lo que hace solo le beneficiará a él, que podemos darle un título de caballero, y conseguiremos que mate al rey sin ser sospechosos.- le dijo bajando la voz, aun así, Dante lo escuchó perfectamente, pues se encontraba muy cerca.
-Tu hermano tiene razón, Ya-hib, si el rey muere podremos reconquistar Toledo, y seguramente el resto de territorio que nos pertenece.- intervino otro.
Dicho esto, se levantaron de sus sillas y se acercaron discretamente al lugar donde el escudero presumía de su espada real ante un grupo de borrachos.
Dante se despidió de sus amigos y salió de la taberna. Anduvo largo rato bajo la brisa fresca de la noche hasta que encontró una posada barata y decente en la que pasar la noche. Pagó al posadero y fue a su habitación, donde se acostó, agotado.
A la mañana siguiente Dante amaneció temprano. Desayunó en la posada y se adentró en la ciudad para ejercer su trabajo como juglar. Cuando volvió a la posada ya era hora de comer.
-Hoy hemos preparado puchero, siéntese en una mesa y le pondré algo de vino. –Le dijo el posadero cuando lo vio entrar.
Diez minutos después tenía ante sí un humeante cuenco de puchero, pan y una jarra de vino. Se dispuso a dar cuenta de la comida cuando alguien irrumpió bruscamente en la posada y gritó:
-¡Noticia, noticia! ¡Su majestad Santiago I ha sufrido un accidente y se ha partido una pierna! – gritó un muchacho, después cerró la puerta y se fue, seguramente a otra posada a avisar a las gentes de Toledo de que su rey no podría defenderlos si se presentaba una batalla.
Dante tenía la certeza de que eso no se trataba de un accidente, si no que había sido provocado. Tenía que hacer algo. Si dejaba morir al rey, los musulmanes reconquistarían Toledo, y si esto sucedía, estarían más cerca de reconquistar gran parte de la península y someterían a los cristianos.
El joven terminó de comer y pagó al posadero, después se marchó a su habitación.
Tan entretenido estaba el chico pensando en cómo podría ayudar al rey sin que los musulmanes lo mataran que no se percató de los sonidos que provenían de su habitación.
Cuando abrió la puerta, toda la habitación estaba desordenada. Al fondo, una chiquilla hurgaba entre los cajones.
-¡Eh, tú! ¿Qué haces aquí? – gritó el juglar.
La chica se giró abriendo mucho sus ojos castaños y se quedó quieta, incapaz de respirar siquiera.
-¡Suelta eso, vil ladrona! – seguía bufando Dante, acto seguido sacó una daga de su camisa.
La ladrona buscó con la mirada la ventana por la que había entrado, pero estaba muy cerca de la puerta y el chico la atacaría si intentara acercarse.
-Si dejas mis cosas y  marchas ahora, no te haré daño alguno.- le pidió él. - ¿Cuántos años tienes? ¿Doce, trece?
-Quince, señor.- respondió la chica, esa menuda y muy delgada, casi se le notaban los huesos de la cara, y su enorme manto de pelo cobrizo y liso la hacía parecer más pequeña aún. – Mis padres están muertos, y mi tía no tiene dinero suficiente para mantenernos a mí y a mi hermano, así que hay días que no podemos comer.
Mientras decía esto con expresión de dramatismo e intentaba dar pena al juglar, se escondió varias monedas en una manga.
-Si me ayudas a salvar a alguien, te compensaré. – le dijo.
-¿A salvar a quién? ¿Yo? No creo que sea buena idea…
-Si no lo haces, te mataré. Además, te he dicho que te compensaré.
-¿Qué tengo que hacer?
-Tienes que colarte en el castillo del rey y sacarlo de allí.
-¿El rey? ¿Lo vas a matar?
-No, te he dicho que vamos a salvarlo.
-¿Y no puedes ir tú?
-No me dejarán entrar por la puerta, y las ventanas son demasiado pequeñas para mí, pero tú si podrías hacerlo.
-Es arriesgado…¿cuánto me darás a cambio? No me estarás mintiendo…
-¿Para qué iba a mentirte? Ni siquiera te conozco. Te daré todo lo que consigamos cuando nos proclamen héroes.
-¿Estás loco?
-Todo se pega. Y ahora te puedes ir, pero necesito verte mañana, antes del mediodía en la plaza del mercado. Tienes que venir, recuerda que te daré dinero, el suficiente para que podáis comer tú y tu hermano todos los días.
-Allí estaré.- acto seguido la chica se acercó a la ventana y salió de un salto. Se alejó corriendo feliz, había conseguido robarle varias monedas y seguramente ganaría más si conseguían salvar al rey.
Dante ordenó la habitación y salió de la taberna, buscó una plaza bien iluminada y estuvo cantando y tocando hasta bien entrada la noche.
A la mañana siguiente Dante salió temprano de la posada. Se dirigió a la plaza y estuvo cantando canciones hasta que apareció la muchacha.
-Me alegro de que hayas decidido venir, mi nombre es Dante.- le dijo él mientras guardaba su laúd y comenzaban a caminar para alejarse de oídos indiscretos.
-Yo me llamo María. He estado pensando y creo que no voy a poder adentrarme en los aposentos del rey, dicen que su escudero no se separa de él en ningún momento, ni siquiera para dormir. Además, he oído que el mismo escudero ha contratado a algunos criados del rey para que lo vigilen cuando él no está.
-Eso complica mucho las cosas.
-El único que se queda a solas con el rey es el monje que va al castillo a rezar todos los días y a pedir comida. Pero no creo que quiera aliarse con nosotros.
-Yo sí, vamos a su monasterio.
Caminaron hasta las afueras del pueblo, donde se encontraba el monasterio de San Juan de los Reyes. Llegaron y llamaron a la puerta varias veces, un joven monje les abrió la puerta.
-¿Qué buscan en la casa de Dios, señores? – les dijo.
-Buscamos al monje que va a rezar todos los días a casa del rey.
-Oh, y ¿podría saber el motivo por el cuál se debe su visita? – les miró desconfiadamente.
Dante se dio cuenta de que probablemente no les dejaría ver al monje si le decía la verdad así que mintió.
-Eh… es que mi mujer está embarazada y quiere que el cura del rey bendiga a su hijo para poder tener un parto sano.
María trató de ocular rápidamente su sorpresa y se puso las manos en el vientre a modo de asentimiento.
-Está bien, pasad.
El monje abrió la puerta y los guió a una sala pequeña y sin ventanas.
-El hermano Diego vendrá en un momento, esperadlo aquí.
El monje salió de la habitación con gesto serio. María iba a comenzar a discutir con Dante justo cuando otro hombre entró en la sala.
-Me ha dicho el hermano Juan que buscáis mi bendición.
-Padre, necesitamos su ayuda urgentemente. – le dijo Dante.
-¿Qué puede hacer un humilde servidor del Señor por vosotros, queridos?
Dante le explicó al monje lo que había escuchado en la taberna el día de su llegada.
-Los musulmanes pretender matar al rey y necesitamos que usted lo saqué de allí con vida cuando vaya a rezar al castillo.- finalizó.
El monje lo meditó durante un momento, pero vio la sinceridad y la preocupación en los oscuros ojos del juglar y decidió aceptar.
-Está bien. Marcharé a castillo en una hora,  mientras podéis comer y serviros de este pequeño monasterio como gustéis.
María fue a buscar la cocina, Dante decidió salir a pasear por los jardines del monasterio y Diego, el monje,  fue a rezar.
Una hora después se encontraron en la puerta, dispuestos a salir. Caminaron ligero mientras meditaban un plan para convencer al rey.
-El castillo se ha vuelto un lugar peligroso, será mejor que el rey salga sin ser visto.- comentó Dante.
-La habitación del rey es la que está al lado de los jardines, allí es donde rezamos.
-Bueno, nosotros podemos colarnos en los jardines y esperaros. Huiremos a un lugar seguro donde el rey pueda reunir al ejército y acabar con los musulmanes. Es un plan sencillo.
No intercambiaron más palabras hasta que llegaron al castillo. Por suerte, no había mucha vigilancia y Dante y María pudieron escalar el muro y colarse en los jardines sin peligro. Entre tanto, Diego se adentró en el castillo custodiado por un guardia y se dirigió a los aposentos del rey, como de costumbre. Pero ese día fue diferente. Cuando el monje llegó a la puerta de la habitación del rey se encontró al joven escudero Antoine discutiendo acaloradamente con uno de los guardias. Al parecer, no quería que nadie se quedase a solas con el rey, ya que se había roto una pierna y estaba indefenso ante cualquier peligro. Finalmente, consiguieron convencer al escudero y dejó que el monje pasase a la habitación.
-Su majestad.- saludó Diego.
-Oh, hermano, menos mal que has venido – respondió Santiago I, que se hallaba tumbado en la cama. Su pelo negro y largo se desparramaba entre los cojines y parecía más mayor que de costumbre. – llevo todo el día aquí sin poder moverme, mi pequeño aprendiz de caballero no me permite ver a nadie  y aunque no se despegue de mí, estoy un poco aburrido.
-No se preocupe majestad, tengo nuevas. Dícese por ahí que hay malos amigos en este castillo, hágame caso y salga de aquí conmigo ahora, presto.
-Pero, ¿qué dices hermano mío? ¿Traidores en el castillo? – preguntó extrañado el rey.
Pero Diego no pudo responder. Echaron la puerta abajo e irrumpieron en la habitación el escudero, un guardián y tres musulmanes, espadas en mano manchadas de sangre.
El monje reaccionó rápido y abrió la puerta del balcón que daba a los jardines.
-¡Subid, deprisa! ¡Tenemos problemas! –gritó justo antes de que un musulmán le diese con el mango de la espada en la cabeza y le hiciese perder el conocimiento.
Rápidamente, María y Dante subieron por una enredadera al balcón para ayudar al monje. Cuando llegaron, el rey estaba a punto de ser atravesado por la espada de uno de los musulmanes.
-¡Detente! – gritó Dante.
Sacó su daga y se dispuso a luchar, pero algo se hundió en su espalda. María había sacado su propio cuchillo y trataba de matarlo.
-Lo siento – le dijo ella – pero me ofrecieron más de lo que tú me podías dar.
Dicho esto, sacó su daga de la espalda de Dante y se separó de él. Los siguientes sucesos se tornaron borrosos en la percepción de Dante, que estaba perdiendo demasiada sangre.
Diego recuperó el conocimiento y trató de defender al rey con su propio cuerpo. Varios guardianes aun leales al rey acudieron a los gritos del monje y combatieron contra los musulmanes. Conmovida por los vanos intentos del monje por salvar al rey, María volvió a cambiar de bando y combatió contra el bando musulmán. Consiguió derrotar a Antoine y herir de gravedad a uno de los guardianes traidores. Después, ella y el monje cargaron con el cuerpo de Dante y ayudaron al rey a levantarse, lo pocos guardianes supervivientes que no le dieron la espalda al rey llamaron al ejército, pues todos los musulmanes de la ciudad se habían congregado en la entrada del castillo tratando de conquistarlo.
Pero, quizás por las plegarias del monje Diego, o quizás por la resistencia de los guardias reales, el castillo resistió hasta  la llegada del ejército, que acabó con todos los musulmanes.


Todo lo que se cuenta esta historia es cierto, pero nada de lo que se dice es verdad.
                                                              Escrito por Dante Rodríguez, 1435.

2 comentarios:

  1. Maestro hay algunas palabras y expresiones escritas incorrectamente, además la última fecha que he escrito (1435) ha sido un error,he intentado borrarla y corregir los fallos pero no me deja.

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  2. No pasa nada. No tengo nada que apuntar,pero una cosa es verdad:tienes un 10. Muy bueno en todos los aspectos

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