DOS DÍAS EN TOLEDO.
Corría el
siglo XIII por una España llena de guerras, mentiras y traiciones. El hambre
paseaba por las casas de las gentes del pueblo llano, mientras que las
enfermedades llegaban sin avisar, y se llevaban a ricos y a pobres, haciendo
que miles de personas murieran en un
solo día.
Ajeno a todo
esto, un joven juglar llegaba a Toledo con la caída del sol. Caminaba deprisa;
de noche, aquellos caminos se volverían peligrosos. Desde la guerra de las
Navas de Tolosa el número de musulmanes en la región había menguado mucho, y los que quedaban buscaban venganza. Entró en
una vieja posada y dejó su capa sobre una percha. El sitio apestaba y daba la
sensación de que se vendría abajo en cualquier momento. Pese a eso, estaba a
rebosar. Aquella taberna era famosa por su clandestinidad, pues aunque todo el
mundo sabía que al llegar la noche la taberna se llenaba de todo tipo de
traficantes y personas que solo querían llevar a cabo negocios ilegales, aún no
había sido descubierta por la justicia. El
juglar buscó con la mirada a su cliente entre la multitud, y lo halló sentado
en una mesa, apartado del bullicio. Se acercó y se sentó frente a él.
-Tengo el
mensaje, señor. Ernesto le manda saludos.- dijo el juglar. Sacó una carta del
bolsillo de su camisa y la puso sobre la mesa.
-Muchas
gracias, mozo.- respondió el hombre, sonriendo a duras penas. Le dio un par de
monedas y se marchó de allí sin ni siquiera abrir la carta. No parecía que ser
uno de los hombres más mayores de la ciudad le hiciese muy feliz. El joven lo
conocía de hace tiempo, llevaba años trayéndole aquellos saludos de Ernesto, un
hombre mayor – aunque no tan viejo como él – que había sido encarcelado a una
edad muy temprana por el tráfico de armas. Al parecer eran buenos amigos, y
Ernesto cada mes le enviaba un mensaje pidiéndole ayuda.
El chico se
quedó un rato más allí sentado, buscando a alguno de sus tantos conocidos por
aquellas tierras y tratando de recordar algo con lo que poder negociar. Era un
buen juglar, tenía buena memoria y su madre le había enseñado todos los
secretos del laúd y la música antes de morir. Pero el dinero escaseaba en
aquellos tiempos, y más para los juglares de clase baja, así que con sólo
catorce años se convirtió en juglar y traficante. Su trabajo como juglar le exigía
viajar de unas ciudades a otras, así que no le importaba llevar alguna que otra
arma, carta u objeto ilegal si a cambio conseguía algo más de dinero.
-¡Dante,
amigo, dame un abrazo muchacho! – Un hombre se acercó a la mesa del juglar, le
dio un fuerte abrazo y le revolvió sus rizos castaños.
-¡Juan,
cuánto tiempo! – reaccionó Dante tras haber reconocido al individuo.
-¡Cómo has
crecido mozalbete! ¡Pareces todo un noble! – le felicitaba Juan alegremente. –
Anda ven y siéntate a tomar una jarrica de vino con mis compañeros, que ha
venido a visitarnos un zagal que dice ser el escudero del rey.
Dante siguió
a Juan entre la multitud y se sentó en una silla junto con el grupo de
acompañantes de su amigo.
-Mirad,
locos, saludad a este buen mozo amigo mío, que es tan valiente como un guerrero
y tan astuto como un cura en ayunas. – Los hombres miraron sonrientes a Dante
y dejaron escapar algunos bufidos a modo
de saludo. A modo de respuesta, éste agachó la cabeza.
-Anda anda,
menos habladurías Juan, que te puede la boca. ¿Qué va a saber este zagal, que
tendrá menos de dieciocho años? – Le contradijo uno de los amigos.
-Diecisiete
tiene, buen amigo, y mucho que sabe, que es juglar y traficante a la vez, y
ningún guardia lo ha atrapado jamás.
-Me halagas,
Juan, pero tampoco son tantos mis méritos.
-Ay Dante,
de poco sirve la humildad en estos tiempos en los que estamos. Si el rico se
rebajara, poco quedarían de sus ganancias, si el…
-Shh calla
viejo, que viene el escudero del rey – le interrumpió otro de los componentes
del grupo.
-Saludos,
campesinos.- Un joven rubio de ojos claros, alto, delgado y de porte elegante,
apenas dos años mayor que Dante, tomó asiento en la mesa junto a ellos.- Mi
nombre es Antoine Delacour, y soy el nuevo escudero del rey. – hablaba con
petulancia y miraba a todos los presentes por encima del hombro.
Los
refinados gestos y palabras del chico , solo consiguieron levantar risas entre
los presentes, aunque algunos se mostraron molestos.
-¿Cómo es
posible que nuestro querido rey haya osado aceptar a un francés como escudero? –
preguntó Juan.
-Yo nací aquí,
al igual que mi madre, pero mi padre vino de Francia cuando niño, señor.-
respondió educadamente el escudero.
-¿Y qué ha
venido a hacer un escudero a un antro como este? – preguntó un hombre de
cabello castaño y barba muy poblada.
-Mi maestre,
el rey Santiago I, me ha prohibido visitar lugares como estos porque cree que
no estoy preparado para defenderme si me ataca un pecador, pero estoy más que
preparado, y si se lo muestro seré nombrado al fin caballero.
-¿Pero qué
sandeces dices, zagal? No cuestiones las órdenes de nuestro rey, que es uno de
los más sabios y honestos que ha tenido Toledo. – dijo un hombre que estaba
sentado a la derecha de Dante.
Estuvieron
charlando largo rato hasta que el joven escudero decidió pasearse por la
taberna en busca de alguien con quien probar su espada. Dante, cansado, también
se disponía a irse a buscar una posada menos mugrienta en la que pasar la noche
cuando escuchó una conversación a sus espaldas. Un grupo de musulmanes hablaban
en cuchicheos mientras miraban fijamente al escudero:
-Él podría ser
la de gran ayuda, Ya-hib. – suplicó uno.
-Pero no
parece muy listo, si no lo consigue y nos descubren moriremos, hermano mío. –
respondió el otro.
-¡Precisamente!
Le haremos creer que lo que hace solo le beneficiará a él, que podemos darle un
título de caballero, y conseguiremos que mate al rey sin ser sospechosos.- le
dijo bajando la voz, aun así, Dante lo escuchó perfectamente, pues se
encontraba muy cerca.
-Tu hermano
tiene razón, Ya-hib, si el rey muere podremos reconquistar Toledo, y
seguramente el resto de territorio que nos pertenece.- intervino otro.
Dicho esto,
se levantaron de sus sillas y se acercaron discretamente al lugar donde el
escudero presumía de su espada real ante un grupo de borrachos.
Dante se
despidió de sus amigos y salió de la taberna. Anduvo largo rato bajo la brisa
fresca de la noche hasta que encontró una posada barata y decente en la que
pasar la noche. Pagó al posadero y fue a su habitación, donde se acostó,
agotado.
A la mañana siguiente
Dante amaneció temprano. Desayunó en la posada y se adentró en la ciudad para
ejercer su trabajo como juglar. Cuando volvió a la posada ya era hora de comer.
-Hoy hemos
preparado puchero, siéntese en una mesa y le pondré algo de vino. –Le dijo el
posadero cuando lo vio entrar.
Diez minutos
después tenía ante sí un humeante cuenco de puchero, pan y una jarra de vino. Se
dispuso a dar cuenta de la comida cuando alguien irrumpió bruscamente en la
posada y gritó:
-¡Noticia,
noticia! ¡Su majestad Santiago I ha sufrido un accidente y se ha partido una
pierna! – gritó un muchacho, después cerró la puerta y se fue, seguramente a
otra posada a avisar a las gentes de Toledo de que su rey no podría defenderlos
si se presentaba una batalla.
Dante tenía la
certeza de que eso no se trataba de un accidente, si no que había sido provocado.
Tenía que hacer algo. Si dejaba morir al rey, los musulmanes reconquistarían
Toledo, y si esto sucedía, estarían más cerca de reconquistar gran parte de la
península y someterían a los cristianos.
El joven
terminó de comer y pagó al posadero, después se marchó a su habitación.
Tan entretenido
estaba el chico pensando en cómo podría ayudar al rey sin que los musulmanes lo
mataran que no se percató de los sonidos que provenían de su habitación.
Cuando abrió
la puerta, toda la habitación estaba desordenada. Al fondo, una chiquilla hurgaba
entre los cajones.
-¡Eh, tú!
¿Qué haces aquí? – gritó el juglar.
La chica se
giró abriendo mucho sus ojos castaños y se quedó quieta, incapaz de respirar
siquiera.
-¡Suelta
eso, vil ladrona! – seguía bufando Dante, acto seguido sacó una daga de su
camisa.
La ladrona
buscó con la mirada la ventana por la que había entrado, pero estaba muy cerca
de la puerta y el chico la atacaría si intentara acercarse.
-Si dejas mis
cosas y marchas ahora, no te haré daño
alguno.- le pidió él. - ¿Cuántos años tienes? ¿Doce, trece?
-Quince,
señor.- respondió la chica, esa menuda y muy delgada, casi se le notaban los
huesos de la cara, y su enorme manto de pelo cobrizo y liso la hacía parecer
más pequeña aún. – Mis padres están muertos, y mi tía no tiene dinero
suficiente para mantenernos a mí y a mi hermano, así que hay días que no
podemos comer.
Mientras decía
esto con expresión de dramatismo e intentaba dar pena al juglar, se escondió
varias monedas en una manga.
-Si me
ayudas a salvar a alguien, te compensaré. – le dijo.
-¿A salvar a
quién? ¿Yo? No creo que sea buena idea…
-Si no lo
haces, te mataré. Además, te he dicho que te compensaré.
-¿Qué tengo
que hacer?
-Tienes que
colarte en el castillo del rey y sacarlo de allí.
-¿El rey?
¿Lo vas a matar?
-No, te he
dicho que vamos a salvarlo.
-¿Y no
puedes ir tú?
-No me
dejarán entrar por la puerta, y las ventanas son demasiado pequeñas para mí,
pero tú si podrías hacerlo.
-Es
arriesgado…¿cuánto me darás a cambio? No me estarás mintiendo…
-¿Para qué
iba a mentirte? Ni siquiera te conozco. Te daré todo lo que consigamos cuando
nos proclamen héroes.
-¿Estás
loco?
-Todo se
pega. Y ahora te puedes ir, pero necesito verte mañana, antes del mediodía en
la plaza del mercado. Tienes que venir, recuerda que te daré dinero, el
suficiente para que podáis comer tú y tu hermano todos los días.
-Allí
estaré.- acto seguido la chica se acercó a la ventana y salió de un salto. Se
alejó corriendo feliz, había conseguido robarle varias monedas y seguramente
ganaría más si conseguían salvar al rey.
Dante ordenó
la habitación y salió de la taberna, buscó una plaza bien iluminada y estuvo
cantando y tocando hasta bien entrada la noche.
A la mañana
siguiente Dante salió temprano de la posada. Se dirigió a la plaza y estuvo
cantando canciones hasta que apareció la muchacha.
-Me alegro
de que hayas decidido venir, mi nombre es Dante.- le dijo él mientras guardaba
su laúd y comenzaban a caminar para alejarse de oídos indiscretos.
-Yo me llamo
María. He estado pensando y creo que no voy a poder adentrarme en los aposentos
del rey, dicen que su escudero no se separa de él en ningún momento, ni siquiera
para dormir. Además, he oído que el mismo escudero ha contratado a algunos
criados del rey para que lo vigilen cuando él no está.
-Eso
complica mucho las cosas.
-El único
que se queda a solas con el rey es el monje que va al castillo a rezar todos
los días y a pedir comida. Pero no creo que quiera aliarse con nosotros.
-Yo sí,
vamos a su monasterio.
Caminaron
hasta las afueras del pueblo, donde se encontraba el monasterio de San Juan de
los Reyes. Llegaron y llamaron a la puerta varias veces, un joven monje les
abrió la puerta.
-¿Qué buscan
en la casa de Dios, señores? – les dijo.
-Buscamos al
monje que va a rezar todos los días a casa del rey.
-Oh, y ¿podría
saber el motivo por el cuál se debe su visita? – les miró desconfiadamente.
Dante se dio
cuenta de que probablemente no les dejaría ver al monje si le decía la verdad
así que mintió.
-Eh… es que
mi mujer está embarazada y quiere que el cura del rey bendiga a su hijo para
poder tener un parto sano.
María trató
de ocular rápidamente su sorpresa y se puso las manos en el vientre a modo de
asentimiento.
-Está bien,
pasad.
El monje
abrió la puerta y los guió a una sala pequeña y sin ventanas.
-El hermano
Diego vendrá en un momento, esperadlo aquí.
El monje
salió de la habitación con gesto serio. María iba a comenzar a discutir con
Dante justo cuando otro hombre entró en la sala.
-Me ha dicho
el hermano Juan que buscáis mi bendición.
-Padre,
necesitamos su ayuda urgentemente. – le dijo Dante.
-¿Qué puede
hacer un humilde servidor del Señor por vosotros, queridos?
Dante le explicó
al monje lo que había escuchado en la taberna el día de su llegada.
-Los musulmanes
pretender matar al rey y necesitamos que usted lo saqué de allí con vida cuando
vaya a rezar al castillo.- finalizó.
El monje lo
meditó durante un momento, pero vio la sinceridad y la preocupación en los
oscuros ojos del juglar y decidió aceptar.
-Está bien. Marcharé
a castillo en una hora, mientras podéis comer
y serviros de este pequeño monasterio como gustéis.
María fue a
buscar la cocina, Dante decidió salir a pasear por los jardines del monasterio
y Diego, el monje, fue a rezar.
Una hora
después se encontraron en la puerta, dispuestos a salir. Caminaron ligero
mientras meditaban un plan para convencer al rey.
-El castillo
se ha vuelto un lugar peligroso, será mejor que el rey salga sin ser visto.-
comentó Dante.
-La
habitación del rey es la que está al lado de los jardines, allí es donde
rezamos.
-Bueno,
nosotros podemos colarnos en los jardines y esperaros. Huiremos a un lugar
seguro donde el rey pueda reunir al ejército y acabar con los musulmanes. Es un
plan sencillo.
No
intercambiaron más palabras hasta que llegaron al castillo. Por suerte, no
había mucha vigilancia y Dante y María pudieron escalar el muro y colarse en
los jardines sin peligro. Entre tanto, Diego se adentró en el castillo
custodiado por un guardia y se dirigió a los aposentos del rey, como de
costumbre. Pero ese día fue diferente. Cuando el monje llegó a la puerta de la
habitación del rey se encontró al joven escudero Antoine discutiendo
acaloradamente con uno de los guardias. Al parecer, no quería que nadie se
quedase a solas con el rey, ya que se había roto una pierna y estaba indefenso
ante cualquier peligro. Finalmente, consiguieron convencer al escudero y dejó
que el monje pasase a la habitación.
-Su
majestad.- saludó Diego.
-Oh,
hermano, menos mal que has venido – respondió Santiago I, que se hallaba
tumbado en la cama. Su pelo negro y largo se desparramaba entre los cojines y
parecía más mayor que de costumbre. – llevo todo el día aquí sin poder moverme,
mi pequeño aprendiz de caballero no me permite ver a nadie y aunque no se despegue de mí, estoy un poco
aburrido.
-No se
preocupe majestad, tengo nuevas. Dícese por ahí que hay malos amigos en este
castillo, hágame caso y salga de aquí conmigo ahora, presto.
-Pero, ¿qué
dices hermano mío? ¿Traidores en el castillo? – preguntó extrañado el rey.
Pero Diego
no pudo responder. Echaron la puerta abajo e irrumpieron en la habitación el
escudero, un guardián y tres musulmanes, espadas en mano manchadas de sangre.
El monje
reaccionó rápido y abrió la puerta del balcón que daba a los jardines.
-¡Subid, deprisa!
¡Tenemos problemas! –gritó justo antes de que un musulmán le diese con el mango
de la espada en la cabeza y le hiciese perder el conocimiento.
Rápidamente,
María y Dante subieron por una enredadera al balcón para ayudar al monje.
Cuando llegaron, el rey estaba a punto de ser atravesado por la espada de uno
de los musulmanes.
-¡Detente! –
gritó Dante.
Sacó su daga
y se dispuso a luchar, pero algo se hundió en su espalda. María había sacado su
propio cuchillo y trataba de matarlo.
-Lo siento –
le dijo ella – pero me ofrecieron más de lo que tú me podías dar.
Dicho esto,
sacó su daga de la espalda de Dante y se separó de él. Los siguientes sucesos
se tornaron borrosos en la percepción de Dante, que estaba perdiendo demasiada
sangre.
Diego
recuperó el conocimiento y trató de defender al rey con su propio cuerpo.
Varios guardianes aun leales al rey acudieron a los gritos del monje y
combatieron contra los musulmanes. Conmovida por los vanos intentos del monje
por salvar al rey, María volvió a cambiar de bando y combatió contra el bando
musulmán. Consiguió derrotar a Antoine y herir de gravedad a uno de los guardianes
traidores. Después, ella y el monje cargaron con el cuerpo de Dante y ayudaron
al rey a levantarse, lo pocos guardianes supervivientes que no le dieron la
espalda al rey llamaron al ejército, pues todos los musulmanes de la ciudad se
habían congregado en la entrada del castillo tratando de conquistarlo.
Pero, quizás
por las plegarias del monje Diego, o quizás por la resistencia de los guardias
reales, el castillo resistió hasta la
llegada del ejército, que acabó con todos los musulmanes.
Todo lo que se cuenta esta historia
es cierto, pero nada de lo que se dice es verdad.
Escrito por Dante Rodríguez, 1435.
Maestro hay algunas palabras y expresiones escritas incorrectamente, además la última fecha que he escrito (1435) ha sido un error,he intentado borrarla y corregir los fallos pero no me deja.
ResponderEliminarNo pasa nada. No tengo nada que apuntar,pero una cosa es verdad:tienes un 10. Muy bueno en todos los aspectos
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