martes, 6 de diciembre de 2011

La hija de Alfonso ‘’El Malvado’’

Pasé por allí, y sin quererlo la vi. Nunca me había fijado en lo hermosa que era, esos cabellos negros que colgaban de sus hombros, rebeldes, sin sentido alguno. Esa preciosa cara, esos ojos verdes con pestañas largas, esa boca dueña de quién sabe qué afortunado esposo o prometido. Llevaba un vestido azul celeste. Jugaba con su pelo, mirando el atardecer. No sé cuánto tiempo la miré, pero me dejó cautivado.
No recuerdo exactamente lo que me decía Sancho cuando íbamos camino a casa. Habíamos pasado por trece pueblos los días anteriores y yo, personalmente, estaba cansado. Teníamos un día de descanso y al siguiente, tendríamos que ir a anunciar la llegada del rey Fernando a Castilla. Llegamos a casa y me dijo Sancho:
- Entonces, ¿qué te parece?
- ¿Qué me parece el qué?
- ¿No te has enterado de todo lo que te he dicho por el camino?
- No, Sancho. Lo siento, estoy cansado.
- Bueno, te lo cuento ahora.
- No, no. Luego, que tengo sueño y quiero dormir.
- ¡Pero si seguro que te interesa!
- ¡Sancho, luego me lo cuentas! ¡Tengo sueño!
- Hay que ver, ve a echarte y luego hablamos.
Eran las dos. Tal como llegué, dejé los bultos en la entrada y me eché un rato en la cama. A las cuatro escuché ruidos y pensé que era Sancho, como siempre. Bajé y, cómo no, ahí estaba él dándole a la pared con un martillo. Le grité:
- Pero, Sancho. ¡¿No ves que estoy durmiendo?!
- Ya no. Ahora estás despierto.- Dijo riéndose.
- No me hace gracia. Deja eso.
- ¿Por qué? Así quedará más bonito.
- Pues hazlo luego.
- Luego no. Ahora no estoy haciendo nada y me he puesto a hacer esto.
- Contigo no hay quien entre en razón. Da igual. Prepararé algo para comer.
Mi propio hermano se reía de mí. No había quién lo manejara. De pequeño era un torbellino. No quiso quedarse con mi padre y ser vasallo del buen señor Fernán Sánchez. Decidí llevármelo a cada sitio al que fuera, que me acompañara y me responsabilicé de darle de comer. Tiene quince años y todavía no sabe lo que va a hacer cuando yo no esté, por ahora me acompaña tocando el laúd, como le enseñó mi abuelo, que en paz descanse. Yo tengo dieciocho años y soy el mayor. Decidí trabajar en el mester de juglaría y así visitaría pueblos, cantaría las noticias e informaría al pueblo a cambio de ropa, comida o dinero. Últimamente solo me daban ropa y nos faltaba comida. Toda la que conseguía se la daba a mi hermano, y yo si pasaba un poco de hambre, no me haría mucho mal. Teníamos un día de descanso, ya que solo teníamos que cantar en Toledo, donde estábamos.
Encendí el fuego y puse a cocer un poco de agua. No tenía hambre, pero Sancho seguro que sí. Yo no tendría hambre porque dos días anteriores no había comido, y si había comido; había sido muy poco y solo bebía agua. La gente últimamente no daba mucha comida. Bueno, siempre había rachas buenas y rachas malas.
El agua ya estaba caliente, bebí un poco y apagué el fuego. Después le dije a Sancho que cuando tuviera sed, bebiera de esa agua. Me tumbé en la cama y me puse a pensar, ya que no tenía sueño. Me acordé de la chica que había visto esa misma mañana en lo alto de la torre. No había visto tanta belleza en persona nunca. Seguro que sería Elisabeth, la hija del rey Alfonso. Nunca la había visto y tampoco había oído hablar de ella. Me pareció bastante raro. Me dio un escalofrío, era invierno y hacía bastante frío. Estaba tiritando y decidí salir a andar un poco por las calles del pueblo a ver si entraba en calor. Salí y comencé a andar. Notaba que mis pies estaban helados. Tiré por la calle en la que de pequeño jugaba con mis amigos. De repente vi a una chica a la que no había visto en mucho tiempo. ¡Era Irene! Una amiga de la infancia. Recuerdo que su padre y el mío trabajaban juntos hasta que mi familia y yo tuvimos que irnos del pueblo y emigrar porque no había cosecha.
La llamé:
- ¡Irene!
Se giró. Al principio, creo que no me reconoció, después me acerqué y esbozó una alegre sonrisa.
- ¿Juan?
- ¡Sí, soy yo! Cuánto tiempo, no te imaginaba así. ¡Cómo has cambiado!
Estaba realmente guapa.
- El paso del tiempo, que se va notando poco a poco. Desde que os fuisteis, no he vuelto a saber nada más de ti. ¿Qué haces por aquí?
- Pues vengo de paso. Mi abuelo murió hace dos meses y nos dejó a mi hermano y a mí su casa. Nos acomodamos aquí hoy. Trabajo en el mester de juglaría y mi hermano me acompaña tocando el laúd, como hacía mi abuelo. Hoy teníamos un día para descansar.
- Oh, pues qué alegría verte. Yo ya estoy casada y tengo un hijo de dos años. Vengo de la casa de mis padres, necesitaban agua y se la he traído. Voy camino de mi casa. ¿Quieres cenar allí?
- No, muchas gracias, mi hermano me espera. Me alegro mucho de todo. Ya nos veremos, ¿no?
- Sí, claro. ¡Espero volver a verte!
Y se fue. Me sorprendió mucho que ya tuviera un hijo de dos años. La verdad es que ella tenía dos años más que yo, pero me parecía un poco excesivo, aunque en realidad, mi madre me tuvo con veintitrés años. No le pregunté si le gustaba su marido o no, no me parecía demasiado cortés. Siempre los padres elegían a las familias más adecuadas para que tú te casaras con su hija. Mis padres todavía no habían hecho nada de eso, no me habían comunicado nada, ni siquiera me habían dicho que estaban buscando a alguien. Pienso que debe ser muy complicado enamorarte de una persona a la fuerza, y tener con ella hijos. Porque imagínate que no te trata bien o nunca te pide opinión y solo piensa en sí misma. Debe ser difícil estar en esa situación. Yo, supongo, que ya me tocaría, aunque mis padres no me hubieran dicho nada. Cuando yo tenía trece años, les pregunté a mis padres cómo se enamoraron. Me dijeron que ellos tuvieron una gran suerte, ya que de pequeños eran vecinos y siempre salían a jugar a la calle juntos. Cuando tenían dieciséis años se dieron cuenta de que estaban enamorados y mi padre le declaró amor a mi madre. Mi madre les dijo a mis abuelos maternos que lo quería y no se casaría con otro que no fuera él. Mis abuelos hicieron todo lo posible para que la familia de mi padre aceptara y al final lo consiguieron. Me dijeron que tuvieron muchísima suerte, porque lo normal es que tus padres se pongan de acuerdo con otra familia para juntaros a tu futura mujer y a ti. Pero por ahora no quiero pensar en eso, espero que todo suceda como tiene que suceder y no estar en un futuro con una persona equivocada.
Decidí seguir caminando. A lo lejos vi la torre donde esa misma mañana vi a la preciosa Elisabeth. Ya había oscurecido y, aunque había entrado un poco en calor, quería seguir mi paseo. Subí la Vieja Colina hasta la torre. Cuando llegué, no había nadie asomado, ni siquiera ella. Pensé en dar un rodeo por las afueras de Castillo, nunca había visto sus alrededores. Empecé por la puerta principal, estaba hecha con hierro. Seguí y llegué a un punto en que se veían unas atractivas vistas. Todo era verde, con árboles por todos sitios, un auténtico bosque que merecería la pena algún día dar alguna vuelta por ahí para vislumbrar lo bonito que era. Me parecía que se había hecho un poco tarde y volví a casa. Llegué y Sancho estaba durmiendo. Bebí un poco de agua y me acosté. A la mañana siguiente había que estar en pie a las claras del día.
Al día siguiente, me despertó mi hermano. ¿Cómo sería posible que siempre, pero absolutamente siempre, se levantara él antes que yo? No tengo ni idea, pero así no tendría que estar yo siempre pendiente de si amanece o no.
Cogimos las cosas y salimos. Yendo para el pueblo al que nos dirigíamos, teníamos que pasar por la torre de Castillo y ahí estaba ella otra vez, con su melena larga y su bella cara. Me miró y le sonreí, y ella me devolvió la sonrisa. Supongo que solo quería ser amable. Llegamos al pueblo y fuimos a misa. Dentro de una media hora, teníamos que estar cantando para el pueblo. Nos esperamos en una plaza cerca de la iglesia. Estaba con mi hermano.
- ¿Qué era lo que me querías decir ayer?
- ¿Ayer?
- Sí, Sancho, ayer.
- Mm…No me acuerdo.
- Si es que no se te puede decir: ‘’lo hablamos mañana’’ porque se te olvida.
Se empezó a reír, todavía no entiendo a santo de qué. Un rato después, lo miro y veo que se ha quedado mirando fijamente a alguien. Repentinamente, me doy cuenta de que es a una niña que, más o menos, tendría su edad. Le di un coscorrón en la cabeza.
- ¡Ay! ¿Qué haces?
- ¿Por qué te quedas mirando tan fijamente a la gente?
- No me quedo mirando fijamente a la gente.
- ¿Qué no? Te acabo de ver, Sancho.
- ¡Pero no tiene nada que ver con eso!
- A ver, te has quedado mirando fijamente a aquella chiquilla, que yo lo sé.
- Pero, es que, nunca había visto a una niña tan guapa.
- Aaaaai, si yo te entiendo, pero no te quedes mirándola tanto rato porque al final, se va a dar cuenta.
- ¿Y si se da cuenta?
- Mira, ella se tiene que dar cuenta de que la has mirado, pero no porque te quedes examinándola de arriba abajo. A una mujer hay que mirarla, haciendo que ésta se dé cuenta, pero sin agobiarla.
- Ah… ¿Y tú crees que ya se ha dado cuenta?
- ¡Hombre, si la has mirado tanto, claro que sí!
- ¿Pensará que me gusta?
- ¿Es que te gusta? ¡Si solo la has visto hoy!
- A ver, ¿es que para saber que te gusta alguien tienes que conocerla a fondo?
- Pues no sé… Cada uno lo sabrá. Bueno, ¡que ya tenemos que cantar, vamos!
Entramos rápidamente a la iglesia, habían sido muy amables en prestárnosla para predicar que había venido el rey Fernando. Terminamos y nos íbamos ya para Toledo, pero mi hermano me dijo que esperáramos un poco para ver si podía conocer a la chiquilla de antes. Lo vi acercarse a ella, se notaba que estaba nervioso. No sé si sería la primera vez que se acercaba a una niña en esas circunstancias. Al final vino y empezamos a andar.
- ¿Qué tal ha ido?
- ¿Qué tal ha ido el qué?
- Pues con la niña que te gustaba, ¿qué ha pasado?
- Me ha dicho que le hubiera encantado conocerme de verdad, más a fondo, pero ya está prometida…
- Pero, ¿qué edad tiene?
- Catorce.
- ¿Y ya está prometida?
- Eso dice… A veces, este mundo me parece injusto. De hecho, siempre es injusto. A lo mejor ella ni le quiere a su prometido, pero claro, sus padres le habrán dicho: te tienes que casar con éste y punto.
- Sancho… Tú no puedes predecir lo que ha pasado o va a pasar. Las cosas suceden a contrarreloj, sin pararse a pensar qué convendría y qué no. Ahora solo tienes que conformarte y seguir con tu vida, nada más.
- Pero, es que a veces me gustaría que sucediera algo que quiero, y sin embargo, nunca sucede.
- Hombre, todos tenemos sueños, Sancho.- Dije riéndome.
- No me hace gracia.
- Bueno, olvídate, que ya hemos llegado.
Serían las cuatro o las cinco de la tarde y quise dar otro paseo por el pueblo. Subí por la Vieja Colina y me apoyé en un árbol. Al poco rato, oí una fina voz y me giré. ¡Era ella!
- ¡Eh! Te estaba llamando pero no oías nada…- Dijo con una voz dulce.
- Perdón, lo siento. Se me había ido el santo al cielo.
- Te estaba diciendo que hoy te he visto...
- Sí, yo también.
- ¿Cómo te llamas?- Me dijo sonriendo.
- Juan, encantado. ¿Usted?
- No, por favor, ¡no me llames de usted! Me puedes tutear, soy Elisabeth.
- Ya lo sabía…- dije mirando al suelo.
- ¿Qué has dicho?
- No, nada…
- ¿Qué hacías por aquí? ¿Eres un guardia?
- No, no. Soy un juglar, paso por aquí cuando voy dando paseos, me encanta ver las vistas que hay desde aquí. Son preciosas.
- Ya te digo. Yo siempre me asomo a la ventana de la torre para ver el atardecer y la puesta de sol.
Me reí. Me parecía asombroso estar hablando con alguien que tenía tanto privilegio. Ella era alguien noble, hija de un rey guerrero, ni más ni menos, y yo era, un pobre juglar del pueblo.
- Bueno, ¡encantada de hablar contigo! Me están llamando para que baje. Lo siento, ¡espero verte pronto!
Y se fue corriendo. No sé por qué, pero me parecía muy simpática, sonreía todo el tiempo y se reía a la vez. Me pareció muy dulce. Hoy sí que había visto su autenticidad, la belleza que derrochaba toda ella. Pero como todos sabíamos, no la volvería a ver. Y si la volviera a ver, no podría hablar con ella, ya que ella es de la nobleza y yo soy del pueblo.
Me fui rápidamente a casa e hice algo de comer.
- ¿A dónde has ido hoy? – me preguntó Sancho.
- He estado dando un paseo.
- Siempre vas a dar paseos.
- He estado por las calles de siempre, he subido la Vieja Colina…
- ¿Has estado en Castillo?
- Sí.
- Dios…
- ¿Qué pasa?
- No, nada…
- Sancho, ¿de qué te sorprende?
- Pues que el otro día oí una conversación en la que un señor le decía a otro que a Castillo solo dejaban subir los hombres que le pareciera bien a la señorita Elisabeth, hija del rey Alfonso. Decían que habían subido ya varios muchachos y ella misma les dijo a los guardias de Castillo que los mataran… Por eso me ha sorprendido, si no hubieras vuelto, no hubiera sabido qué hacer.
- Pero si seguro que eso no es verdad…El otro día pasamos los dos y no pasó nada.
- Pues sería un milagro.
- No creo que eso sea verdad… Esta misma tarde he estado hablando con ella y parecía muy simpática, muy risueña.
Sancho me miró sorprendido. Tenía pinta de estar alucinando, se quedó muy asombrado. No entiendo por qué, para mí que lo que oyó del hombre aquel era incierto…
- ¿Qué has estado hablando con ella? ¿De qué? ¿Qué te ha dicho? ¿Has pensado que si te ven hablando con ella te matan? ¡Eres del pueblo, y ella de la nobleza! Peor aún, ¡que es hija del rey Alfonso!
- ¿Tiene algo de malo hablar con una muchacha de mi edad?
- ¡No! ¡Sí! ¡No! ¡Sí! ¡Si es ella, sí!
- ¿Y si ha sido ella la que me ha comenzado a hablar?
- ¡¿Qué dices?!
- Lo que oyes. Es muy simpática, me ha dicho que qué hacía allí y que otro día nos veríamos.
- ¿Sí? Dios…
- Yo también me he sorprendido cuando me ha empezado a hablar.
- ¿Y vas a ir otro día?
- Pues cuando salga a pasear, supongo que iré, no sé… ¡Pero tú de esto no cuentes nada! No vayan a empezar a hablar demasiado…
- Si yo no cuento nada…
- Bueno, ya es tarde. Hora de acostarse, venga.
Me tumbé y me puse a pensar en todo lo que me había contado mi hermano. ¿Sería verdad lo que aquel hombre dijo? ¿Yo sería un privilegiado porque ella me dejara estar allí? Que yo supiera, aquello era un lugar público. En fin, estaba adormilado pensando todo aquello y al final me dormí.
Ya era de día, era temprano y me levanté antes que mi hermano. Fui al pozo a buscar agua y vi a dos o tres personas que hacían cola con baldes para llenarlos de agua. Me esperé a que terminaran. Serían sobre las siete de la mañana. Estaban hablando y mientras estaba en la cola, decidí pegar el oído para saber de qué hablaban. Decían lo que me dijo mi hermano la noche anterior, que sabían de dos hombre que habían subido la Vieja Colina y no habían vuelto. Que no iban de paso, habían ido allí expresamente para ver las vistas o Castillo y sus alrededores. Uno de ellos tenía mujer y un hijo de dos años. En ese momento, pensé por qué habría querido Elisabeth matar a aquellos dos pobres hombres. Decidí llenar el balde de agua, llevarlo a casa e ir otra vez a Castillo.
Dejé el cubo de agua en casa.
- Sancho, voy a Castillo.
- ¿Qué? ¡No!
- He escuchado a dos personas decir y afirmar lo que me contaste ayer, tengo que averiguar qué pasa. Me voy. Volveré.
- ¿Y si no vuelves?
- ¡Sancho, seguro que vuelvo, si ayer hablé con Elisabeth!
- Si para las dos no estás aquí, diré que has decidido subir la Vieja Colina para que vayan a buscarte.
- Vale, pero que sepas que volveré. No te preocupes.
Me dirigía a la puerta cuando mi hermano dijo con voz tenebrosa:
- Juan…
Me giré.
- Ten cuidado, por favor.
- Lo voy a tener. Ven aquí, anda.
Lo abracé para que se sintiera más seguro y que confiara en mí. Salí de casa convencido de darle a todo aquello una explicación. Subí la Vieja Colina y allí estaba ella, asomada a la ventana de la torre. Me vio.
- ¡Hola!
- Buenas.
- Has venido…
- Sí, me acabo de enterar de que han venido estos últimos días dos hombres del pueblo y todavía no han aparecido. Uno de ellos tenía una familia, una mujer, un hijo de dos años. Le quedaba toda una vida por delante. Tenía veinte años. Podría haber vivido como mucho, otros veinte más. Le quedaba media vida, una pena…
- Ah…
- ¿Ah?
- ¿Perdona?
- Dice el pueblo que has sido tú, que solo con ver la presencia de cada muchacho aquí decides si tiene que estar muerto o no. Dime la verdad, por favor.
- ¿La verdad? Yo no puedo decir la verdad…
- ¿No? La verdad es que esos dos hombres están muertos y ha sido por tu culpa.
Vi que empezaba a llorar. Era una farsante, se había hecho pasar por una muchacha noble y amable, y era una asesina.
- Ahora te arrepentirás, pero has dejado correr dos vidas, así como si nada.
- ¡Yo no he sido!- Dijo llorando.
- No me mientas, por favor.
- ¡Te estoy diciendo la verdad! ¿Crees que mataría a alguien solo por verlo? ¡Hubiera matado primero a mi...!- Dijo sollozando.
- ¿A quién?
- No lo puedo decir… - Dijo entrecortadamente.
- ¿Y esos hombres? ¿Están muertos?
- ¡No lo sé! ¡No sé nada de ellos, no los he visto en mi vida! Lo más seguro es que lo estén, pero de verdad… no me hagas hablar más…
- No te estoy obligando a nada. Solo quiero una explicación para el pueblo, porque se la merece.
- ¡Que no lo sé! ¡¿Cuántas veces te lo tengo que repetir?! No soy una asesina. Te lo juro.
- Has dicho que lo más seguro que es que estén muertos… - dije con una voz temblorosa y mirando al suelo.- Y entonces, si tú no has sido, ¿quién ha sido?
- No me hagas hablar, por favor…
- Dímelo, por el amor de Dios.
- Ha sido mi padre… Lo siento, por favor. No digas nada por el pueblo. Confío en ti. Sé que eres un buen hombre. No hagas nada, si no, de lo contrario, me matará a mí.
Me quedé totalmente asombrado. ¿El rey Alfonso matando a dos hombres del pueblo? No podía ser… Imposible…
- ¿El rey? No puede ser… ¿El rey es un asesino?
- ¡No lo digas en voz alta! Por favor, Dios mío…
Estaba muy sorprendido. No me podía creer lo que estaba pasando. Bajé la Vieja Colina, pasé por unas calles y entré en casa corriendo. Mi hermano me vio llegar.
- ¿Qué ha pasado? ¿Por qué corres? ¡Estás sudando!
- No… No… ¡No lo puedo decir!
- ¡Juan, por favor!
- ¡Ella no es la asesina! ¡Ella, no!
- Y entonces, ¿esos hombres dónde están?
- No lo sé. Ella no lo sabe. Cree que están muertos.
- ¿Y quién los ha matado?
- ¡Su padre! ¡El rey Alfonso es un asesino!
- ¡¿Qué dices?!
- De verdad…
Estaba llorando. Sentía cómo las lágrimas empezaban a resbalar por mi mejilla. Tenía un rostro acalorado y apenado. No me gustaba todo lo que estaba pasando. Era demasiado extraño. ¿El rey matando a gente del pueblo? No podía ser…
Fuimos a casa de Irene, sentía que con ella estaba en armonía. No estaba. ¡¿Dónde estaba Irene?! Se me pasaron mil imágenes por la cabeza y decidí ir a casa de sus padres. Por suerte estaba allí, también estaba con su hijo. Entramos mi hermano y yo y les contamos todo lo que había sucedido. Ella se puso a llorar.
- ¿Por qué lloras?
- El hombre… El hombre al que han matado… Es mi marido…- empezó a llorar, no podía respirar.
En ese momento sentía que todo estaba cayendo, que todo se me caía, todo bajaba de nivel. ¡Irene no se merecía eso! Mi hermano también empezó a llorar.
- Lo siento, Irene…
Decidí convocar a todos los hombres del pueblo en la plaza de la iglesia. Le dije a mi hermano que pasara por todas y cada una de las casas del pueblo y que les dijera que en cuando pudieran, fueran a la plaza de la iglesia.
En una media hora, estaban todos allí. Me sorprendió mucho que llegaran en tan poco tiempo tantos hombres dispuestos a pelear. Les expliqué todo lo que había pasado. Planeamos subir todos la Vieja Colina, entrar en Castillo y pedir explicaciones al rey. Y así hicimos. Subimos la Vieja Colina. Nos deshicimos rápidamente de los guardias de la puerta principal. Lo que no sabíamos era, cuántos soldados había dentro y en los alrededores de Castillo…


Carolina Sánchez 3ºC

1 comentario:

  1. MUy bueno . Sabemos de lo que eres capaz cuando quieres (a ver si quieres cumplir con el plan lector)
    Técnicamente perfecto en todos los aspectos de la narración. Me aburre solemnemente el pasteleo amoroso y lo sabes. Se salva por lo que no es ese asunto.Tú eres capaz de crear historias con sustancia más allá del chico quiere a chica.NOTA:10

    ResponderEliminar